2177: confirmo la
teoría de Harari

Despierto en una capsula criogénica, dentro de una habitación de cristal. Hablo. Busco la resonancia del que se escucha para alentarse. Tengo miedo. Trato de mantener viva mi memoria, como si fuera el corazón de una liebre que huye. Cierro los ojos. Inexplicablemente viajo a 1985. Ya no tengo 201 años.

Raúl Semprún

Raúl Semprún

Maracaibo en 1976. Licenciado en Comunicación Social graduado en la Universidad Católica Cecilio Acosta. Fundador de Versión Final donde destacó como Jefe de Redacción. Director de Crónicas de Chile, canal de difusión de historias de superación de la diáspora venezolana en el mundo.

EL NÁUFRAGO QUE VIAJABA DE NIÑO A BUSCAR BOTELLAS

Morí. O esa es mi certeza.

Dudo porque mi cuerpo es más atlético y veo mis dos piernas reconstruidas con sombras de titanio. No hay dolor.

Despierto en una capsula criogénica, dentro de una habitación de cristal. Hablo. Busco la resonancia del que se escucha para alentarse. Tengo miedo. Trato de mantener viva mi memoria, como si fuera el corazón de una liebre que huye. Cierro los ojos. Inexplicablemente viajo a 1985. Ya no tengo 201 años. Soy un niño de 12 buscando botellas de gaseosas extintas un terreno con las bases de edificaciones paralizadas. Me gustan sus colores opalinos, el verde y el azul bajo el registro de marcas olvidadas en el apocalipsis. A mi alrededor solo veo cujíes agitados por el viento.

II

Me lavo la cara. Sobre una cama de cuero gris plata sintético, rezo una oración que se extravía por instantes. Reviso. Veo en un monitor un nombre y una fecha: Paulo Casadiego / Maracaibo; 8 de septiembre de 2177. Cierro los ojos. Me los restriego con los puños. Siento piedras que arden en las retinas. Empiezo a recordar: Sobreviví a un terremoto que resquebrajó en mil la corteza terrestre. Fui parte de un proceso natural de criogenización. Me cuento entre millones que regresamos a los lugares que amamos en la tierra. La base de operaciones de quienes me regresaron a la vida queda dentro de una aeronave continental que se posa sobre la región que me vio nacer. El Zulia.

 

III

¿Ejercicio de ficción? No. En 2016, Yuval Noah Harari, historiador y profesor israelí del Departamento de Historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén se hizo famoso por lanzar piedrecillas en el estanque de agua de este futuro sin aire limpio y de altas temperaturas. Proyectó la tierra en 200 años. Lo recuerdo bien: “Los grandes cambios siempre aterrorizan a las personas”, se leía en una entrevista de la BBC. Con el avance de la tecnología y el desarrollo de la inteligencia artificial (IA), Harari sólo contemplaba dos opciones posibles: morir o evolucionar. Por eso todas las reglas son nuevas. El reflejo de mi cuerpo es la última versión del Homo Sapiens. Me sacuden visiones movedizas. Me agito. Camino en círculos. Pierdo la conciencia.

IV

Despierto. Veo un monitor con múltiples imágenes: Al norte, a orillas de lo que parece Castilletes, construyeron un gigantesco depósito con naves. Puedo intuir que se trata de cárceles o ciudades trampa con un ejercito de condenados en sus intestinos. Al oeste, en lo que alguna vez fue reserva de árboles milenarios y cuerpos serpenteantes de agua dulce, mi memoria herida cree identificar a Perijá, la tierra que se seca con golpes de sol. Abatida.

Cuesta no ahogarse. El Lago de Maracaibo no está. Se convirtió en un hueco de limo negro hirviente y radioactivo. Una extensa costra. Y al sur, en donde El Catatumbo ofrecía caravanas de luciérnagas y relámpagos, contemplo un parque telemático donde millares de personas ayudan a crear formas de vida de la que habló Harari. Y que hoy reinan.  

«Todavía habrá seres en el planeta Tierra, pero probablemente serán muy distintos a nosotros, de la misma forma que nosotros somos distintos a los neandertales y estos de los chimpancés».

V

Confirmo sus predicciones. Es el costo de intervenir la genética, de amasarla. Creamos máquinas superinteligentes que marcan la pauta y ampliamos el foco a toneladas de información en la que el principal atributo es el diseño de la inteligencia. Por eso me siento distinto. Aturdido. Tengo piel de hámster. Reviso la habitación y encuentro una decena de dispositivos computarizados. Ingreso en un canal y accedo a la imagen de ese pasado de predicciones a las que poco dieron importancia.

 “La vida que evolucionará, romperá con el reino orgánico para pasar al inorgánico, con la creación de la primera forma de vida inorgánica”. La voz de Yuval es endémica. Se amplifica a medida que estira los huesos. “Todavía habrá seres en el planeta Tierra, pero probablemente serán muy distintos a nosotros, de la misma forma que nosotros somos distintos a los neandertales y estos de los chimpancés”, asegura.

VI

Fue como si recibiera un golpe seco. Al despertar me abrazan cintas que me impiden levantarme. Encapsulado y bajo el foco de lo que parecen dos seres con esencia humana, un rasgo que me hace suponer que no son del universo al que pertenece nuestro planeta.

Su forma de comunicarse es mental. Mapean mi cerebro y hurgan en las figuras de aquellas botellas que de niño buscaba con ambición de cazador. No entienden por qué al regresar de la muerte, me anclé de inmediato en un recuerdo que no merece las últimas cuotas de oxígeno de las que dispongo. En lo que parece un estado levitación espiritual me veo nuevamente en el pasado con los ojos absortos, detenido sobre una gran piedra de arcilla.

En mi mano se sacude la mitad de una hoja de examen y en la otra un lapicero negro que acelera sus letras mientras escribo y escribo, de nuevo resurge la imagen de la liebre agitada.

 

VIII

 

Y así es que caigo en cuenta. El niño que fui quiere dejar constancia de lo que vivo hoy. Tal vez sea un mecanismo natural de supervivencia o una forma misteriosa de resetear el alma. La verdad, no tengo idea. Pero algo importante hay en esa carta que oculta dentro de una botella opalina que esconde bajo las bases de una edificación rodeada de cujíes. Enseguida me asaltan imágenes de aquellas historias de náufragos que arrojan al mar mensajes sobre historias increíbles. Rara vez tienen un destino que no sea las sombras. Tenía razón Yuval.