The
Maracaibo
Experiment

 Ella era la última de los Ped.
Atravesamos un puente abandonado, una mole de concreto de un poco más de ocho kilómetros, con ciento treinta y cuatro pilas —abrazadas por trepadoras gigantes y resecas— extendido sobre un gran desierto al que llamaban, paradójicamente, El Lago. En su casa, Kora hizo café y llevó mi maleta a su cuarto. Dijo que no necesitábamos hacernos un psico-cardiograma para saber si convergíamos.

Norberto Olivar

Norberto Olivar

Maracaibo, 1964. Es egresado en Historia y doctor en Ciencia Política. Profesor universitario y escritor.

PRÓLOGO

Para protegernos de los culpables, saltemos al Multiverso Lacustre Alfinger-1529 y, digamos, que todo transcurre en el 2121 de la Confederación de la Enana Roja. Nuestro investigador sideral, teniente Sansón, como aquél de los últimos jueces israelitas, viajó a 20.5 años luz de la Tierra sin saber, a ciencia cierta, por qué se tomaba semejante molestia. Como sea, consignamos acá su historia, o parte de ella, al menos.

DE REGRESO AL PLANETA G

1

He atravesado el sistema planetario de Gliese 581 en mi viejo Thunderbolt, P-47, readaptado para vuelos intergalácticos. Es un poco lento, pero las ocho ametralladoras, calibre 50, dispuestas en sus alas, todavía infunden respeto entre los granujas del universo.

Guardé la nave en uno de los hangares del Aeroclub de Veteranos del planeta g y fui a la cafetería LB, del Sector 18. Al entrar, los manteles verdes coincidieron con mis lejanos recuerdos del lugar.

El mesonero, un achacoso androide de primera generación, se acercó jovial. Saludó usando mi nombre, Sansón, y me hizo la pregunta de una ya olvidada rutina, como si el tiempo no hubiera pasado: «¿marrón cremoso?». «No», dije con una sonrisa afectada por el jet lag, «algunas cosas cambian, tráeme una cerveza, por favor».

El androide salió hasta la barra con su comanda. Se balanceaba hacia los lados, algún desperfecto no le permitía desplazarse en recto. Pobre cacharro. Recordé a los autómatas del siglo XVIII. Me hizo gracia que vistiera el mismo uniforme negro de cuando lo vi por última vez, antes de la revolución: Pantalón, chaleco y pajarilla. Camisa blanca, mangas largas. Todo desvencijado.
«¡Teddy!», dije cuando dejó la cerveza; por fin recordaba su nombre. Me preguntó si deseaba otra cosa.

«No, solo que había olvidado cómo te llamabas».

«Eso pasa cuando dejamos de pensarnos», dijo y desapareció.

Una singular banda del planeta «d», último de la zona habitable del sistema, se empeñaba en interpretar temas de Sandro: “por ese palpitar…”. Nadie prestaba atención. Ordené iguana de corral, a la plancha, con papas fritas. Me quité el gorro Linderberg, las gafas de motorista y saqué los Ray-Ban. La luz que entraba por los ventanales me encandilaba.

Cuando llegó la comida puse mi magullada chaqueta de cuero en el espaldar de la silla y pedí otra cerveza. Al final, dormité con la cabeza recostada a la pared. Me despertó una mujer redonda, treintañera, coqueta y de cara bonita:
«¿Teniente Sansón?», oí que decían desde eso que Hume llamaba realidad objetiva.

«¡Sí!», respondí incorporándome de un brinco.

«Soy Kora», sonrió tímida y me pareció más guapa todavía: «Disculpe la tardanza».

«No te preocupes», la invité a sentarse y ordené cerveza ligera para ella.
Nos sentimos atraídos. Sin embargo, el momento nos impuso asuntos más urgentes. Y después de un trago largo, Kora se disculpa alegando una sed desmedida.

«Aquí la deshidratación es perenne, este solazo mata», digo por cortesía.
La cerveza le deja los labios húmedos.

«Como sabe, quiero que investigue la muerte de mi hermano», dice y aguarda.
«Mis días de investigar pasaron. La edad es un problema en este negocio».

«No se niegue, teniente, usted es una leyenda en la Oficina de Monitoreo Moral de la Fuerza. Es el único que podría encontrar la verdad».

«La famosa MM», dije añorando mis días de servicio: «Nada de eso existe ya».
«No existe la MM. La Fuerza sí. Y mi hermano, Anco, murió en uno de sus calabozos de castigo, en Fuerte Ara»

«¿Drogas?»

«Sé que usted no acepta esos casos», dijo Kora con la mirada esquiva. Agregó incómoda: «Anco se vestía de mujer, imitaba vedettes para entretener a sus compañeros».

«¿Travesti?»

«Sí».

«No tengo nada en contra, pero dentro de la Fuerza es un problema. El comandante de la guarnición es un gorila. La hombría de la tropa siempre es una buena excusa para los abusos».

Noté que la incomodidad de Kora no cedía: «¿Quieres beber algo más?», añadí con esperanza de tranquilizarla.

«Un vino, por favor», dijo al fin.

«¿Un vino?», exclamé sorprendido: «En este lugar solo hay vino hollywoodiense»

«¿Qué vino es ese?», dijo empezando a sonreír.

«El vino de los bárbaros».

Kora ríe.

Añado: «El verdadero vino es francés, italiano o argentino».

«¿Y qué tiene de malo el hollywoodiense?», preguntó con ganas de oír otra ocurrencia.

 

«Los bárbaros no saben de vinos, pero se valen de la ignorancia para vender sus menjurjes. Lo dijo un escritor italiano».

«Igual me apetece un vino hollywoodiense», replicó divertida.

Le pedí una botella de un genérico cualquiera. Y más cerveza. Me pareció que podíamos volver al asunto:

«¿Y cómo murió Anco?»

Kora me observó aterrada.

«Quemado», dijo y se echó a llorar. Al rato dijo: «El comandante declaró que mi hermano fue el causante del incendio en el interior de la celda».
«¿Nadie advirtió el fuego?»

«Demasiado tarde. Anco falleció en el hospital. A veces pienso que lo dejaron morir para que no hablara. Lo demás salió publicado en el Sistema de Información Estelar».

«Sí, lo recuerdo. Los Contras trataron de culpar al gobierno del trato denigrante que les da a los soldados», comenté mientras ella bebía su copa de vino.

«El comandante comunicó, primero, que Anco se puso a quemar basura. Después, que se quedó dormido con un cigarro encendido. Por último, dijo que mi hermano estaba realizando una sesión de espiritismo y eso generó el incendio».

«Los Contras aseguraron que usaron un lanzallamas», añadí para ahorrarle horrores.

«El informe final dice que el incendio se provocó en el interior de la celda disciplinaria, con participación del factor humano que se encontraba adentro, sin ningún tipo de injerencia externa. Así, con estas palabras».

«La Fuerza jamás admitirá su responsabilidad, ni dejará que se investigue».
«Eso pensé, pero no creo que usted haya atravesado medio universo para cruzarse de brazos, algo le interesa, ¿no?»

«Vine por la misma razón que hui, querida Kora: la estupidez me irrita y me conmueve. Tuve que refugiarme en la Tierra. Pero ahora que estoy aquí, no sé si podré hacer justicia a tu hermano. No sé, tampoco, si le sirva de algo. Como sea, lo importante es hacer que hablen de lo que pasó. Hemos fallado por omisión. Es triste ver a tanta gente embrutecida. ¿Quieres más vino?»

Debo decir de Kora que tiene ojos marrones muy claros. En este planeta la gente tiene los ojos como personajes de anime, además, la frente amplia y la cabeza ligeramente voluminosa. El pelo de Kora es rubio y corto. Es una mujer atractiva, pudiera decirse que es una versión de la sensual Misa Amanece, con unos kilos más. En cuanto a mí, siempre he dicho, o creído, que soy idéntico a Sam, el rey del judo; por supuesto, encanecido y cansado, pero nadie lo ha certificado hasta ahora.

Pedí otra botella de vino. Esta vez la acompañé. No es tan malo, pero no deja de ser hollywoodiense.

«Mañana comenzaré a investigar. Ya veremos hasta dónde llegamos», dije resuelto.

Kora saltó de la alegría y me besó. Confieso que cuando se es viejo, uno responde a estas demostraciones de afecto con la misma torpeza de un niño. Para cuando acabamos la botella, ya sabía que Kora vivía en la Costa Oriental. Era un trayecto largo que hacía, sin percatarse, en un antiquísimo Gaz 51, traído directamente desde la Tierra por sus antepasados.

El vino nos aflojó la lengua y los sentidos.

«Debo buscar un hotel», dije cuando vi que era la última copa.

«No, te vienes conmigo», replicó Kora y no me hice rogar.

De camino a su casa, manejé el Gaz 51 con cierta curiosidad y placer. El viejo camión exhibía montones de agujeros de balas. Me explicó Kora que era un sobreviviente de la guerra de Corea, había pertenecido a un tal He Zhiwu, y que nadie, nunca, quiso remendar esas heridas de combate. Eso lo hacía glorioso y amado por su familia, de la que nadie quedaba. Ella era la última de los Ped.
Atravesamos un puente abandonado, una mole de concreto de un poco más de ocho kilómetros, con ciento treinta y cuatro pilas —abrazadas por trepadoras gigantes y resecas— extendido sobre un gran desierto al que llamaban, paradójicamente, El Lago. En su casa, Kora hizo café y llevó mi maleta a su cuarto. Dijo que no necesitábamos hacernos un psico-cardiograma para saber si convergíamos.

«No», dije riéndome: «Pero traje una caja de pastillas para la transferencia de estimulación. Soy un tipo prevenido».

«En realidad prefiero las maneras primitivas: ¡Ven a mí, Pygar!», gritó pícara y borracha, con los brazos abiertos. Sus ojazos siguieron centelleando sin parar. Toda una Barbarella.

Sigue…

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Norberto Olivar

Norberto Olivar

Norberto José Olivar nació en Maracaibo en 1964. Es egresado en Historia y doctor en Ciencia Política. Profesor universitario. Ha publicado Los guerreros (Secretaría de Cultura, 1999), El misterioso caso de Agustín Baralt (Fundación LMM, 2000), El hombre de la Atlántida (Comala, 2003), La ciudad y los herejes (UNICA, 2004), La conserva negra (Rojo y Negro, 2004), Morirse es una fiesta (Rojo y Negro, 2005), El fantasma de la Caballero (Rojo y Negro, 2006), «Monsieur Ismael» en la antología Las voces secretas. El nuevo cuento venezolano (Alfaguara, 2006), Un cuento de piratas (Rojo y Negro, 2007), Un vampiro en Maracaibo (Alfaguara, Premio de la Crítica a la novela 2008 y Premio Municipal de Novela 2010), Cadáver exquisito (Alfaguara, 2010, finalista del Premio Rómulo Gallegos, 2011). También en 2011 obtuvo el VI Premio Internacional de Relato de Radio Exterior de España con Odio a las iguanas, incluido en la antología El hombre que se ríe de todo (ediciones Irreverentes, España, 2011). Además, recibió Mención Especial en el 66 Concurso Anual de Cuentos de El Nacional por Historia natural del fracaso y publicó El príncipe negro. Notas de un hombre lobo con la editorial Lugar Común /Relectura. En 2012 fue finalista del Premio internacional de cuentos Juan Rulfo con El hombre de los seis espíritus. En 2013 publica El polvo de los muertos con el sello Alfaguara y reedita El fantasma de la Caballero, en 2015, con varios tirajes consecutivos.